domingo, 3 de diciembre de 2017

Noventa días - Parte III: Mi agridulce primer empleo

La siguiente parte de mi anécdota es escabrosa. Lamentablemente, tendré que ser objetivo en mi narración. Procederé al estilo Pocaterra, sin rectificar ni sacrificar; narrar únicamente. Con la única excepción de cambiar el nombre de las personas involucradas. Para hacerlo un poco más impersonal, pues realmente me cuesta rememorar esas semanas medio amargas.


Plaza Rebolledo, Av. Ricardo Vicuña
Conseguí mi primer empleo a mediados del mes de junio, como lo mencioné en la entrada anterior. Lo conseguí en un local de comida rápida en la Av. Ricardo Vicuña. Allí me desempeñaría como vendedor. Al menos eso creí al principio. En realidad, mis funciones iban desde acomodar todo el local al abrir, hasta llevar la contabilidad del negocio del señor, que a fines narrativos llamaremos Don Nosferatu. Aquella fría mañana de junio recibí las primeras instrucciones de Don Nosferatu, las cuales procuré seguir y memorizar lo más fielmente posible: que si la posición de las sillas, las mesas y las sombrillas -sombrillas en pleno invierno, por Dios-, que si el etiquetado de los productos -galletas, refrescos, chocolates-, que si promocionar los "excepcionales" combos del local -todos con sobreprecio. Era común que Don Nosferatu consiguiera errores en todo lo que yo hiciera, por más que me esforzara. Según entendí por sus reiterados comentarios, el don ya había trabajado con inmigrantes, y estos le habían resultado decepcionantes. Con esto en mente, me propuse cambiar su perspectiva con mi buen trabajo -modestia aparte- y mis hábitos profesionales. Sin embargo, con el paso de los días, y luego de las semanas, supe que no había nada que hacer. Estaba lidiando con un perverso jefe explotador, megalómano y mitómano, cubierto bajo el falso manto de un cristiano de mucha fe, que apenas podía disimular su altos niveles racismo, misoginia y xenofobia. Menciono la misoginia por el modo en que trataba a mi única compañera de trabajo, a quien dedicaré unas buenas líneas más adelante. Don Nesferatu fue una prueba de fuego para mí, que jamás había tenido la mala suerte de laborar bajo la tiranía de un déspota, que ni a la altura del sucio de la suela de los zapatos de mis tres jefes anteriores -una dueña de librería y dos directores, ambos excepcionalmente profesionales- podía aspirar a llegar. No exagero, lectores míos. No son licencias poéticas. Fueron dos meses de amargas experiencias, que tuvieron que transcurrir como prueba, penitencia o fatum, no lo sé, pero que fueron superadas y me permiten, desde mi memoria, agradecer cada día en mi nuevo empleo.

¿Y por qué duré tantas semanas trabajando para Don Nosferatu? En primera instancia, porque era una entrada de dinero. Y sí, yo agradecía cada vez que podía ese aspecto de mi vida laboral. Don Nosferatu me pagaba $10000 diarios, la primera semana, y luego $11000 diarios, hasta el último día. Trabajaba de lunes a viernes, desde las 10.00 hasta las 20.00. Diez horas diarias. Diez horas en teoría, pues nunca salíamos puntualmente. En más de una ocasión Ronny, indignado, me vio llegar a las 21.00, o un poco más. Estas diez horas eran continuas, sin espacio de almuerzo -o colación, como dicen por aquí. Comíamos en los momentos que pudiéramos considerar libres. Sin embargo, aunque injustas eran las condiciones en que laboraba, yo agradecía el dinero que nos permitía pagar nuestro arriendo, la comida y los pocos gastos varios que nos permitíamos. En segundo lugar, permanecía allí porque Don Nosferatu me había prometido un contrato, tras un mes de prueba. De más está decir que ese contrato jamás llegó, a pesar de mi insistencia. Busqué el modelo, lo redacté, revisé el Código del Trabajo chileno, se lo di en varias ocasiones en su mano, pero nada pasó. En este punto admito que nunca fui lo suficientemente firme en mi exigencia. Me apegaba a argumentos racionales, como el hecho de que estaba trabajando con visa de turista, lo cual es ilegal, o que mis días sellados estaban corriendo inexorablemente a su final, pero nada minaba la cara de tabla del don. Ronny me reprochaba mi falta de carácter, y razón no le faltaba. Dejé pasar lo impensable, que los problemas de mi trabajo entraran en mi casa, y se sucedieron muchas noches de tristeza. Yo seguía trabajando para Don Nosferatu, con sus abusos y sus falsas promesas de contrato, viendo como cada día se acercaba más la fecha tope, el fatídico 23 de agosto marcado a fuego en mi mente, y no me atrevía a reclamar mis derechos, por no creerme poseedor o digno de ellos, sin atreverme a renunciar y a buscar nuevas opciones. En otras palabras, me quedé allí dos meses porque se me estaba haciendo cómodo y me estaba conformando a vivir con la miseria, el miedo y los atropellos.


Invierno. Laguna La Esmeralda
Pero hubo alguien que me dio un apoyo vital. Mi compañera de trabajo, a quien llamaré Minerva. Solo ella conocía tanto como yo lo que se vivía en ese local. Ella es testigo fiel y vivo de lo que pasaba allí, de nuestros intentos mutuos de mantener viva nuestra fuente de ingresos, a pesar de la húmeda presencia de Don Nosferatu. Creo, ahora, que ella sufrió más atropellos que yo. Pero a diferencia de mí, Minerva no se quedaba con la palabra en la boca. Ella sí le decía lo suyo al don. Le reclamaba lo justo y lo necesario. Con cuanto regocijo recuerdo ahora ese "viejo de mierda" que le espetó en nuestro último día de trabajo, aquel martes lluvioso de agosto. Al principio, me ayudó a identificar los productos -yo que en mi vida había visto un Chocman, una Tritón o un Suny-, me enseñó muchas expresiones comunes de los chilenos -de esto hablaré largo y tendido en otra entrada-, y, cuando notó mi muda desesperación por la cercanía de la fecha tope de mis noventa días, me dio palabras de consuelo y esperanza, además de ese épico "viejo de mierda", que puso punto final a un periodo oscuro, pero finito. Te agradezco, Minerva, con todo mi corazón, haber sido mi primera amiga en Chile, y espero que por cada frío día que tuvimos que trabajar allí tengas muchos años de cálida felicidad.

Fue, justamente, ese último altercado con Don Nosferatu, la bofetada que necesitaba. Para hacerla corta, pasó algo que llevaba días pasando. Que nos habíamos quedado sin suministros a la mitad de un pedido. ¿Cómo se preparan dos churrascos gigantes sin carne, dígame usted? Fue eso lo que le preguntamos al don, que ni se inmutaba ante nuestra desesperación, pero igual nos exigía "levantar las ventas de su local, que se lo teníamos destruido". Minerva no pudo más ante tal "cara de tablismo", y agarrando sus cosas y disculpándose sinceramente conmigo, abandonó el local, a las 14.30, aproximadamente. El don no la vio irse, pues había salido refunfuñado a comprar la susodicha carne. Para cuando volvió, yo ya tenía me renuncia en los labios. Apenas si me dejó a hablar. Estalló en improperios ante la ausencia de Minerva, y me pintó castillos y unicornios para que no me fuera. Media hora después, yo ya estaba a media ciudad de distancia, atravesando la lluvia y enfrentando nuevamente el desempleo, pero con una paz dentro de mí que no había sentido en semanas. Fue como quitarme el guardapelo maldito de Tom Riddle, y notar otra vez el calor volviendo a mí.

The baker
Esa misma tarde fui a una panadería ubicaba en la Av. Sor Vicenta, por un anuncio de periódico que me habían pasado. Pero no era para mí. Ya el empleo estaba tomado. De todas maneras, como le dije a Minerva entre risas, hubiera sido un nuevo record haber tenido un periodo de desempleo de apenas una hora. Sin embargo, tuve que esperar poco para dar con una oferta laboral. El jueves de esa misma semana, caminando bajo la lluvia, atravesé toda la Colo Colo y llegué hasta la Av. Padre Hurtado, a una entrevista en una panadería, recomendado por la hermana de una amiga que habíamos conocido durante nuestras primeras semanas. Allí recibí una oportunidad. Un amabilísimo señor, Don Amadís, me ofrecía un puesto de panadero. Me daba dos semanas para aprender, un día de prueba, y un contrato a tiempo indefinido si superaba ese periodo. No necesitaba más. En menos de una semana, ya podía hacer hallullas, amasados y pan de chicharrón por mi cuenta. Me tomó más dominar la masa de empanadas, el hojaldre y los copihues. Pero para cuando llegó mi día de trabajar solo, sin mi instructor, los resultados fueron satisfactorios. Y lo demás es presente. Aquí sigo, mejorando cada día, entendiendo el curioso arte de los panes, aprendiendo a amar mi nuevo oficio.


En la siguiente entrada entraré en un tema más útil, derivado de la obtención de mi primer contrato laboral: el proceso del visado. Por ahora, me despido. ¿Tienes dudas? Pues comienza a comentar.

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