martes, 20 de octubre de 2015

¿Cómo realizar un comentario de texto?

La argumentación en el comentario

Recomendaciones con ejemplo práctico

Para realizar un comentario de texto apropiado es imprescindible saber que cualquier afirmación que se realice sobre la obra debe poder explicarse y demostrarse mediante referencias concretas al texto o mediante citas.

Veamos cómo se conforma una argumentación completa partiendo de un comentario sobre Don Álvaro o la fuerza del sino, obra perteneciente al período romántico y escrita por el duque de Rivas. Obsérvese como se plantea el comentario a través de tres bloques textuales: la afirmación, la explicación y la demostración.

"Don Álvaro o la fuerza del sino es el prototipo de drama romántico en muchos aspectos (afirmación); en él aparecen algunos elementos habituales de este tipo de obras, como la presencia de un protagonista atractivo y misterioso, el planteamiento de un amor imposible o la ruptura de las normas dramáticas clásicas (explicación).

Don Álvaro es un desconocido indiano, cuya presencia fascina e inquieta a los que le conocen ("¿Quién es?, se preguntan los habitantes de Sevilla, los cuales hacen referencia a su gallardía y generosidad en el acto I). Asimismo, se enamora de Leonor, una mujer noble cuyo padre (el marqués) se opone a su relación porque considera a Don Álvaro un plebeyo. Este amor no solo encuentra trabas desde el punto de vista social, sino que está funestamente impedido por un destino adverso. Este evita la huida de don Álvaro y Leonor, precipita al protagonista a duelos con el padre y los hermanos de su amada, separa a los enamorados hasta el momento de su muerte, etc.

La ruptura de la regla de las tres unidades se aprecia en la división de la obra en cinco actos, en los que se mezcla la prosa y el verso; en el uso de diversos espacios (Italia y España) y en el desarrollo de la acción en distintos días (demostración)".



Referencia bibliográfica

Grupo editorial de Santillana (2006) La enciclopedia del estudiante, tomo 15, Literatura española e hispanoamericana. Buenos Aires: Santillana.

jueves, 26 de marzo de 2015

De estudiante a estudiante


Para enseñar eficazmente, hay que ponerse al nivel del estudiante, dicen algunos. Esta premisa es acertada hasta cierto punto. Y me gustaría explicar su alcance de la siguiente manera.

Cuando estudiaba en la Universidad, especialmente en los semestres en los que la Gramática se propuso latiguearnos, noté que aprendía con cierta facilidad lo que el profesor con tanto empeño pretendía enseñarnos. Tenía mis métodos de aprendizaje; conocía mi alcance, mis límites. Así que el análisis de la oración no me dio muchos quebraderos de cabeza, modestia aparte. Mis compañeros de clase eran harina de otro costal. Casi con lágrimas en los ojos, pasaron por las primeras pruebas sin lograr comprender todo el meollo gramatical. En cierta ocasión me pidieron que me quedara después de clase para repasar. Yo accedo a quedarme. Sin embargo, me sorprendí al notar que los mis compañeros querían, más que un repaso, era que yo les explicara la clase nuevamente, con mis propias palabras. Me abochorné en un principio, pero decidí aprovechar el rato y, tomando el marcador acrílico, comencé desde la función de las palabras hasta el análisis de la oración. A veces alguien me preguntaba por un punto específico, y yo procuraba aclarar su duda, tal vez no con el discurso más ortodoxo, pero sí con la mayor precisión que para los fines prácticos él o ella necesitaba. Asentía el de la duda y continuábamos. Al finalizar la tarde ya habíamos pasado por casi todos los puntos que se nos había explicado en el semestre. Incluso se habían resuelto ejercicios en el pizarrón. Muy contentos todos, quedamos con reunirnos otra tarde de esa semana. Al marcharme, una curiosa sensación, seguida de una epifanía súbita, me embargó.

Noté que explicando había logrado entender yo mismo ciertas cosas que no me habían quedado claras. Yo no era un profesor para mis compañeros, solo era otro estudiante, uno que había comprendido y lograba hacerse entender con palabras más sencillas. La sensación percibida, descubrí, fue la satisfacción del entendimiento. La epifanía se tradujo en esa premisa antes mencionada, "para enseñar, hay que ponerse al nivel del estudiante". Pero decidí darle una nueva interpretación. La enseñanza se da muy bien entre compañeros. Hay que ser un estudiante más para saber qué se necesita saber. Los profesores, a veces, olvidamos el placer de aprender, ante la obligación de enseñar. Otra profesora de la Universidad, más adelante, vino a comprobar esa idea. Ella nos decía que cuando no entendiéramos los contenidos de la clase, nos buscáramos a un amigo que sí lo hubiese captado, que nos buscáramos a un "mono" que nos explicara. Ella sabía que esa técnica daba resultado. Y nosotros también.

En muchas ocasiones, cuando preparo una clase, tomo mis libros, como en el colegio, leo los temas, resuelvo los ejercicios, analizo las lecturas, con el fin de darme una idea de con qué retos y complicaciones podrían toparse mis estudiantes. Y cuando voy al aula, hago como en la Universidad, y siento que le explico nuevamente a mis compañeros. De esta manera, compagino el discurso académico con la conversación casual de un tema de interés, sin llegar a la banalidad. Porque tampoco debe rebajarse el discurso. Se corre el riesgo de perder la autoridad, y quedar como un chapucero. Se trata de establecer un diálogo. De esa manera, más que profesar conocimientos, siento que los comparto. Y es allí cuando noto la diferencia.

Sigan leyendo, gente del mundo. Desde chácharas, como las que aparecen aquí en mi blog, hasta los grandes clásicos. No hay lectura mala; lo malo es no leer.

Nos vemos en la siguiente clase.

José D. Alvarado (Marzo, 2015)


viernes, 6 de marzo de 2015

El cambio de estación

El cambio de estación

Una eterna frase dice "no se sabe lo que se tiene hasta que se pierde". Se ha repetido tantas veces que no hay persona que pueda escuchar la primera proposición sin adivinar la que le sigue. A pesar del cliché que representan dichas palabras, resultan bastante apropiadas en este caso para iniciar un breve texto que se tambalea entre despedida y presentación.

Supe bastante bien lo que tuve, y me atrevo a decir que aun lo tengo. Trabajar en el campo educativo implica relaciones distintas a las de las demás profesiones. Conoce uno lotes de personitas cada cierto tanto, que llegan sin avisar y a la vez con mucha expectación. Aun con el lazo meramente profesional que une al estudiante con el docente, es inevitable convivir tanto tiempo con alguien sin aprehender parte de su esencia (buscar verbo en el diccionario). Es inevitable. Se crea, como una enredadera silvestre, cierta afinidad, cierta camaradería que apenas es brote verde y juvenil dentro de las aulas. Aparte de contenidos, premisas, conceptos y ejemplos, se comparten guiños, gestos, bromas y frases que quedan indelebles entre quien quiere aprender y quien procura enseñar. Al final los papeles se intercambian tanto que uno termina aprendiendo tanto del otro como el otro aprende del uno, y las pueriles frases de la infancia tardía y la pronta juventud quedan como señas de reconocimiento para siempre entre los que alguna vez se llamaron "profesor" y "estudiante". La nutella deja de ser un simple artículo de tercera necesidad y los "pandacornios" saltan frenéticos de la tornasolada imaginación para convertirse en signos del imaginario secreto que algún día renacerá en la mitad de una calle o las bancas de una plaza.

No digo ya que "supe" lo que "tuve", pues sigo "sabiendo" lo que "tengo". Los profesores nunca pierden nada, ni a nadie. Pueden cambiar de aires, moverse de un lado a otro, pero se adhieren a cada aprendiz y nunca lo dejan ir. Con el paso de los años, el "profe" sigue siendo "profe", aunque hace rato que se tenga un título bajo el brazo, de bachiller, de doctor o de papá y mamá. Es como si el tiempo se detuviera en esos dignos maestros que tuvieron la paciencia y el valor de luchar contra el hastío y la indiferencia, para plantar entre juramentos una idea de como funciona el mundo en las mentes de la siguiente generación. Lo sé porque fui estudiante, y tuve excelentes profesores trabajando para mí. No esperé a ninguno, pero ellos igual llegaron, el bueno y el malo, el que se hizo entender efectivamente y del que apenas recuerdo un bigote o una camisa a cuadros. Y no perdí a ninguno de ellos. Aún aparecen de vez en cuando, como los picos de la montaña entre las brumas de la tarde, tan sin previo aviso como al principio, y siempre con un jovial saludo con nombre y apellido, porque un profesor nunca olvida a sus estudiantes, no importa que sean de a cientos cada año. Siempre el muy aplicado y el muy alborotador quedarán grabados en su mente para siempre.

Por eso les digo, a todos lo que han podido llegar al cuarto párrafo sin morir en el intento, que las despedidas no existen para los profesores. Solo los "hasta luego", "hasta mañana", "hasta la siguiente clase". Su nombre que pronto se hará sonoro, su rostro que está destinado a cambiar y sus acciones juveniles que permanecerán intactas en la memoria, no caerán en el olvido. Regresarán con la misma intensidad con la que se pasa la asistencia cuando nos encontremos nuevamente en su consultorio, su despacho o su aula. En cualquier lugar donde tenga la gracia de aportarle un bien a nuestra núbil sociedad, pues todo oficio será bueno; mucho mejor, por supuesto, que la falta del mismo.

Mantenga eso en mente, y verá que el cambio de estación, anunciado por brisas de marzo, no se trata de un momento de despedidas, sino de redescubrimientos, de salutación, de presentación. Y bien, ese es su premio. Cuando la relación de "profesor" y "estudiante" abandona las aulas y se ha dado en buenos términos, las partes pasan a llamarse "amigos". Así que, ¡hola! mi nombre es José Daniel Alvarado, docente de profesión y escritor de sueño y pasión. Lector empedernido de cualquier texto que se quede quieto el tiempo suficiente, videojugador compulsivo de clásicos de Nintendo y Sony, amante de la música en casi todos sus géneros (excluya al reggaeton, que eso no es música). ¿Mi libro favorito? "La historia interminable", de Michael Ende. ¿Mi canción favorita? Eso cambia cada dos meses, pero "Welcome to the jungle" de Guns N' Roses será mi clásico inmortal. ¿Mi juego favorito? "The Legend of Zelda: Ocarina of time", seguido muy de cerca por cualquiera de la saga "Zelda". ¿Mi película favorita? No es una, sino tres: "El Señor de los Anillos", con lo cual digo que los libros de Tolkien también se cuentan entre mis predilectos. ¿Mi comida favorita? La italiana, ¡mangiare! ¿Algo más sobre mí? Tengo una dulce señorita con nombre de luz por novia, desde hace más de cinco años (un lustro: buscar en diccionario); soy ciclista y senderista, con lo que para mí el deporte se resume a cubrir largas distancias con buena vista y la brisa azotando mi cara; veo animé y leo manga, hago origami y escribo en kanji y katakana (no por eso has de llamarme "otaku"); escucho rock en casi toda la amplitud de su gama, desde los cavernosos alaridos del metal hasta las acordes medio pangola del rock alternativo; disfruto del café y la lectura por la tarde; tengo amigos, que aunque no sean muchos, son tan extraños como yo, y nos aceptamos por ser cada uno tan distinto del otro.

Ahora somos más amigos que antes, ¿no? ¡Claro que no! Primero hay que vivir, compartir, crecer, desarrollar cada acto para que sean más que palabras. Lo invito a hacer eso.

Comentario final: Lea mucho. Quien lee, vive más que la vida que se le concedió. Estoy seguro de que para los que llegaron hasta acá es innecesario que se los repita. Aún así, recuérdenlo. Necesitamos que más gente lea, para que el mundo no se nos termine de echar encima.

Feliz día, y hasta la siguiente clase.

José D. Alvarado (Marzo, 2015)