viernes, 6 de marzo de 2015

El cambio de estación

El cambio de estación

Una eterna frase dice "no se sabe lo que se tiene hasta que se pierde". Se ha repetido tantas veces que no hay persona que pueda escuchar la primera proposición sin adivinar la que le sigue. A pesar del cliché que representan dichas palabras, resultan bastante apropiadas en este caso para iniciar un breve texto que se tambalea entre despedida y presentación.

Supe bastante bien lo que tuve, y me atrevo a decir que aun lo tengo. Trabajar en el campo educativo implica relaciones distintas a las de las demás profesiones. Conoce uno lotes de personitas cada cierto tanto, que llegan sin avisar y a la vez con mucha expectación. Aun con el lazo meramente profesional que une al estudiante con el docente, es inevitable convivir tanto tiempo con alguien sin aprehender parte de su esencia (buscar verbo en el diccionario). Es inevitable. Se crea, como una enredadera silvestre, cierta afinidad, cierta camaradería que apenas es brote verde y juvenil dentro de las aulas. Aparte de contenidos, premisas, conceptos y ejemplos, se comparten guiños, gestos, bromas y frases que quedan indelebles entre quien quiere aprender y quien procura enseñar. Al final los papeles se intercambian tanto que uno termina aprendiendo tanto del otro como el otro aprende del uno, y las pueriles frases de la infancia tardía y la pronta juventud quedan como señas de reconocimiento para siempre entre los que alguna vez se llamaron "profesor" y "estudiante". La nutella deja de ser un simple artículo de tercera necesidad y los "pandacornios" saltan frenéticos de la tornasolada imaginación para convertirse en signos del imaginario secreto que algún día renacerá en la mitad de una calle o las bancas de una plaza.

No digo ya que "supe" lo que "tuve", pues sigo "sabiendo" lo que "tengo". Los profesores nunca pierden nada, ni a nadie. Pueden cambiar de aires, moverse de un lado a otro, pero se adhieren a cada aprendiz y nunca lo dejan ir. Con el paso de los años, el "profe" sigue siendo "profe", aunque hace rato que se tenga un título bajo el brazo, de bachiller, de doctor o de papá y mamá. Es como si el tiempo se detuviera en esos dignos maestros que tuvieron la paciencia y el valor de luchar contra el hastío y la indiferencia, para plantar entre juramentos una idea de como funciona el mundo en las mentes de la siguiente generación. Lo sé porque fui estudiante, y tuve excelentes profesores trabajando para mí. No esperé a ninguno, pero ellos igual llegaron, el bueno y el malo, el que se hizo entender efectivamente y del que apenas recuerdo un bigote o una camisa a cuadros. Y no perdí a ninguno de ellos. Aún aparecen de vez en cuando, como los picos de la montaña entre las brumas de la tarde, tan sin previo aviso como al principio, y siempre con un jovial saludo con nombre y apellido, porque un profesor nunca olvida a sus estudiantes, no importa que sean de a cientos cada año. Siempre el muy aplicado y el muy alborotador quedarán grabados en su mente para siempre.

Por eso les digo, a todos lo que han podido llegar al cuarto párrafo sin morir en el intento, que las despedidas no existen para los profesores. Solo los "hasta luego", "hasta mañana", "hasta la siguiente clase". Su nombre que pronto se hará sonoro, su rostro que está destinado a cambiar y sus acciones juveniles que permanecerán intactas en la memoria, no caerán en el olvido. Regresarán con la misma intensidad con la que se pasa la asistencia cuando nos encontremos nuevamente en su consultorio, su despacho o su aula. En cualquier lugar donde tenga la gracia de aportarle un bien a nuestra núbil sociedad, pues todo oficio será bueno; mucho mejor, por supuesto, que la falta del mismo.

Mantenga eso en mente, y verá que el cambio de estación, anunciado por brisas de marzo, no se trata de un momento de despedidas, sino de redescubrimientos, de salutación, de presentación. Y bien, ese es su premio. Cuando la relación de "profesor" y "estudiante" abandona las aulas y se ha dado en buenos términos, las partes pasan a llamarse "amigos". Así que, ¡hola! mi nombre es José Daniel Alvarado, docente de profesión y escritor de sueño y pasión. Lector empedernido de cualquier texto que se quede quieto el tiempo suficiente, videojugador compulsivo de clásicos de Nintendo y Sony, amante de la música en casi todos sus géneros (excluya al reggaeton, que eso no es música). ¿Mi libro favorito? "La historia interminable", de Michael Ende. ¿Mi canción favorita? Eso cambia cada dos meses, pero "Welcome to the jungle" de Guns N' Roses será mi clásico inmortal. ¿Mi juego favorito? "The Legend of Zelda: Ocarina of time", seguido muy de cerca por cualquiera de la saga "Zelda". ¿Mi película favorita? No es una, sino tres: "El Señor de los Anillos", con lo cual digo que los libros de Tolkien también se cuentan entre mis predilectos. ¿Mi comida favorita? La italiana, ¡mangiare! ¿Algo más sobre mí? Tengo una dulce señorita con nombre de luz por novia, desde hace más de cinco años (un lustro: buscar en diccionario); soy ciclista y senderista, con lo que para mí el deporte se resume a cubrir largas distancias con buena vista y la brisa azotando mi cara; veo animé y leo manga, hago origami y escribo en kanji y katakana (no por eso has de llamarme "otaku"); escucho rock en casi toda la amplitud de su gama, desde los cavernosos alaridos del metal hasta las acordes medio pangola del rock alternativo; disfruto del café y la lectura por la tarde; tengo amigos, que aunque no sean muchos, son tan extraños como yo, y nos aceptamos por ser cada uno tan distinto del otro.

Ahora somos más amigos que antes, ¿no? ¡Claro que no! Primero hay que vivir, compartir, crecer, desarrollar cada acto para que sean más que palabras. Lo invito a hacer eso.

Comentario final: Lea mucho. Quien lee, vive más que la vida que se le concedió. Estoy seguro de que para los que llegaron hasta acá es innecesario que se los repita. Aún así, recuérdenlo. Necesitamos que más gente lea, para que el mundo no se nos termine de echar encima.

Feliz día, y hasta la siguiente clase.

José D. Alvarado (Marzo, 2015)

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