Para enseñar eficazmente, hay que ponerse al nivel del estudiante, dicen algunos. Esta premisa es acertada hasta cierto punto. Y me gustaría explicar su alcance de la siguiente manera.
Cuando estudiaba en la Universidad, especialmente en los semestres en los que la Gramática se propuso latiguearnos, noté que aprendía con cierta facilidad lo que el profesor con tanto empeño pretendía enseñarnos. Tenía mis métodos de aprendizaje; conocía mi alcance, mis límites. Así que el análisis de la oración no me dio muchos quebraderos de cabeza, modestia aparte. Mis compañeros de clase eran harina de otro costal. Casi con lágrimas en los ojos, pasaron por las primeras pruebas sin lograr comprender todo el meollo gramatical. En cierta ocasión me pidieron que me quedara después de clase para repasar. Yo accedo a quedarme. Sin embargo, me sorprendí al notar que los mis compañeros querían, más que un repaso, era que yo les explicara la clase nuevamente, con mis propias palabras. Me abochorné en un principio, pero decidí aprovechar el rato y, tomando el marcador acrílico, comencé desde la función de las palabras hasta el análisis de la oración. A veces alguien me preguntaba por un punto específico, y yo procuraba aclarar su duda, tal vez no con el discurso más ortodoxo, pero sí con la mayor precisión que para los fines prácticos él o ella necesitaba. Asentía el de la duda y continuábamos. Al finalizar la tarde ya habíamos pasado por casi todos los puntos que se nos había explicado en el semestre. Incluso se habían resuelto ejercicios en el pizarrón. Muy contentos todos, quedamos con reunirnos otra tarde de esa semana. Al marcharme, una curiosa sensación, seguida de una epifanía súbita, me embargó.
Noté que explicando había logrado entender yo mismo ciertas cosas que no me habían quedado claras. Yo no era un profesor para mis compañeros, solo era otro estudiante, uno que había comprendido y lograba hacerse entender con palabras más sencillas. La sensación percibida, descubrí, fue la satisfacción del entendimiento. La epifanía se tradujo en esa premisa antes mencionada, "para enseñar, hay que ponerse al nivel del estudiante". Pero decidí darle una nueva interpretación. La enseñanza se da muy bien entre compañeros. Hay que ser un estudiante más para saber qué se necesita saber. Los profesores, a veces, olvidamos el placer de aprender, ante la obligación de enseñar. Otra profesora de la Universidad, más adelante, vino a comprobar esa idea. Ella nos decía que cuando no entendiéramos los contenidos de la clase, nos buscáramos a un amigo que sí lo hubiese captado, que nos buscáramos a un "mono" que nos explicara. Ella sabía que esa técnica daba resultado. Y nosotros también.
En muchas ocasiones, cuando preparo una clase, tomo mis libros, como en el colegio, leo los temas, resuelvo los ejercicios, analizo las lecturas, con el fin de darme una idea de con qué retos y complicaciones podrían toparse mis estudiantes. Y cuando voy al aula, hago como en la Universidad, y siento que le explico nuevamente a mis compañeros. De esta manera, compagino el discurso académico con la conversación casual de un tema de interés, sin llegar a la banalidad. Porque tampoco debe rebajarse el discurso. Se corre el riesgo de perder la autoridad, y quedar como un chapucero. Se trata de establecer un diálogo. De esa manera, más que profesar conocimientos, siento que los comparto. Y es allí cuando noto la diferencia.
Sigan leyendo, gente del mundo. Desde chácharas, como las que aparecen aquí en mi blog, hasta los grandes clásicos. No hay lectura mala; lo malo es no leer.
Nos vemos en la siguiente clase.
José D. Alvarado (Marzo, 2015)
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